Bajo la soledad que puede haberse instalado en la madurez, sea más o menos elegida o se deba a que la propia vida ha conducido a ella, interviene la ‘mochila’ emocional que uno siempre lleva. ‘Cata de vinos’ muestra a dos personajes cuya realidad pide un cambio y a quienes se les aparece la posibilidad del amor, un dueño de una tienda de vinos con problemas cardiacos y una mujer soltera consciente de la inercia en la que se halla. La comedia romántica evoluciona hacia el drama porque el director Ivan Calbérac, en la adaptación de su obra teatral, quiere reflejar tanto esos momentos de preludio amoroso como las circunstancias que, en forma de dolor y frustraciones, no hacen fácil después una relación. La película, sin complicaciones ni sorpresas, se ajusta al maridaje tan típico del cine francés. Simpática por su humor (el juego con el doble sentido) y efectiva por el cauce que canaliza, deja buen regusto.
La descripción de los protagonistas, acertadamente interpretados por Bernard Campan e Isabelle Carré, resulta interesante. Por su dedicación, que Jacques no pueda beber (el médico se lo desaconseja) encierra su ironía, si bien se hace patente que, aunque sabe lo que hay, esquiva aceptarlo. En su retrato se percibe también la tristeza que le acompaña. Por su parte, la narración señala que Hortense realiza cosas que le llenan (su trabajo en el hospital, estar con su madre, cantar en la parroquia, su labor social con los indigentes) pero que a la vez indican su vacío.
El desarrollo, con una subtrama integradora (la del joven empleado) que dentro de que gusta e implica viene a ser un añadido, se detiene más adelante en los pasos que se necesitan dar y que alejan al otro y en los hechos que uno rehúsa contar debido al sufrimiento que lleva arrastrando. El final funciona dentro de su perfil convencional. Por ese mismo factor, la historia pedía